El esclavo de la no memoria
este cuento es el ganador del concurso de Cuentos Breves realizado en el Animatsu 2015, espero que lo disfruten.
El esclavo de la no memoria
El papel crepitó furioso a los pies
del hombre que había perdido el alma. Su miedo a la muerte y a la vida lo había
condenado a un salón con luces casi inexistentes, tan vacías como el desearía
lo fuese su mirada. Parte el lápiz con fuerza, y lo arroja a algún lugar, a
ningún lugar, a todas partes.
Le gusta el sabor que sabe dejar el
tabaco en su boca. Lo ayuda a distraerse de su miseria. Tira una mirada
alrededor suyo, escuchando como los viejos clavos y las chapas oxidadas se
mueven a regañadientes en su cuello. Se muerde fuertemente el labio, observando
la cama que no había tocado hacía una eternidad, y esperando una gota de sangre
que nunca llega a derramarse.
Podía decirse que era más antiguo
que el tiempo, aunque ni siquiera él puede recordarlo. Su pasado lo conformaban
fragmentos y archivos ocultos en alguna carpeta de su cabeza, perdidos en un
eterno reciclaje. Los conoce, pero se niega a verlos. Y como los conoce, como
los entiende, se da el gusto de poder temerle a los sueños.
Él tiene miedo de cerrar los ojos.
Cerrarlos, y no abrirlos nunca.
Se para y da vueltas sobre sí
mismo, preguntándose, entonces, como será el color del cielo y el sabor del
aire. Sacude la cabeza, intentando ahuyentar aquellas ideas subversivas.
Esta es su vida. Es su castigo. Y
es su momento.
Acerca la silla, y vuelve a
encadenarse. Repentinamente parece detenerse el tiempo. Levanta la cabeza y
observa los muros, paranoico. Aquella mano de metal aferra a su gemela de
carne, recordándole que nunca aprendió a ser uno, porque ni siquiera pudo
mantenerse completo.
Sus oídos (¿puede llamarlos así
cuando lo son sin serlo?) se agudizan, buscando saber, necesitando saber. Y aun
consiente de que es imposible, puede escuchar sus pisadas a través de aquel
inaccesible laberinto de metal y cemento, encontrándose más cerca cada vez que
van más lejos. Aprieta la mandíbula, los tornillos rechinan.
Toma otro sorbo de aquel café
amargo, ese que cierra los contratos, cautiva corazones y mantiene los ojos
abiertos. Las letras logran enderezarse y siente que le han dado una inyección
de adrenalina. Y volviéndose ausente otra vez, vuelan sus ojos sobre las hojas
perdidas sobre el banco. La idea de acostarse vuelve a desaparecer de su
cerebro. Y como es su momento, y no está vivo ni muerto, se para y abre los
cajones que habían permanecido en secreto.
Los ojos corren, las manos son
indistinguibles de lo rápido que absorbe los recuerdos. No se reconoce, no los
reconoce, y los vuelve a olvidar al terminar de leerlos. Sigue pasando
carpetas, y fotos, y cuadernos; pero no es él (o ella) o nadie, pues se ha convertido
en máquina de tanto metal en su cuerpo.
La realidad lo golpea por detrás,
por los costados, de frente; las hojas en sus manos resbalan al piso. Observa
alrededor, suelta lo que en su memoria figura como una risa amarga. Cae hacia
atrás, y la silla lo espera, su única acompañante. Su escritorio se encuentra
más oscuro que de costumbre, y el café parece un alquitrán venenoso junto a un
cilindro de cemento humeante en miniatura. Lo divierte el ruido contrastante de
sus dedos (metal versus carne y hueso) al golpear la superficie de madera,
aburridos, buscando encontrar algo que no sea una constante más dentro de lo
que se ha convertido en una rutina interminable. El tiempo lo ha envenenado, y guiado
por la costumbre, dibuja por infinitésima vez su único recuerdo, el del primer
beso y el del último abrazo.
Disfruta el desconocerse en sus
propios bocetos, esas creaciones que son lo único sincero que ha quedado de sí
mismo. Fuera de aquellas pequeñas revelaciones, sobre su mesa y a su alrededor
solo abundan las máquinas y sus creaciones. Gigantes y enanos de metal,
ausentes, sin alma, y tan desgraciados como si mismo.
Entonces pasa, en su momento, en
ese instante; te parecerá estúpido, pero él sabe que en esa noche, su
computadora está respirando.
La siente en la agonía de su
soledad, como se siente la presencia de un alma perdida, de un desconocido. En
el silencio de las noches olvidadas, aquel ruido fantasmagórico rompe el aire,
invadiendo los pulmones de miedo.
La observa, confuso al principio,
aterrado al final. No era el susurro de su mecanismo interno, no. Era una
respiración, que salía de aquella carcasa plateada.
Mientras el cuerpo tiembla y el
viento agita las ramas contra un techo lejano, y casi inexistente, estira la
mano apretando el interruptor de la máquina, hasta escuchar el ruido de ésta al
apagarse. La desconecta con la delicadeza con la que tocas un corazón roto, le
retira la batería cuidadosamente, esperando no perturbarla más de lo que podría
perturbarse. Y por último, cierra la tapa.
Algo ha cambiado en la cueva que le
pertenece (o que, tal vez, no le perteneció nunca).
Suelta el aire que, irónicamente,
estaba reteniendo, y después de meditarlo, lo decide. Al fin y al cabo, es su
momento. Por primera vez en su existencia, desea cerrar los ojos. Se levanta y
escucha el rechinar del cuerpo, lo siente desmoronarse. Aquella cama, virgen e
intacta, lo espera. Se hunde en las sábanas que jamás ha tocado. Piensa un
momento, apaga el velador; seguro de que aquel ruido solo ha sido el resultado
de una mente cansada por el sueño, el miedo y los años.
No habría podido imaginarlo. La
cama se presenta tan cálida, tan cercana. El peso de sus párpados lo hacen
olvidarse de aquel suceso, mientras el rostro es abrazado por la almohada, y
solo ahí se da cuenta cuanto desea cerrar, por un ratito, los ojos.
Crece su cansancio, y la
satisfacción de, tal vez, poder volver a ser de nuevo.
Allí en el borde de los sueños, la
iluminación de la pantalla de su computadora le pasa inadvertida.
Claro está, hasta que siente la
respiración en su cuello.
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