Apellidos
Resulta que a Monsalve un día le empezaron a llorar los
ojos.
Así, de la nada.
No importase a donde fuese, ni con quien estuviera; sus
ojos, de repente, lloraban.
¿Alguna vez apretaste la punta de la manguera, solo para ver
la fuerza con la que sale el chorro? En algo así se habían convertido los ojos
de Monsalve. Podías escuchar el portazo a mitad de una clase, cuando salía
corriendo intentando parar –en vano- aquel
torrente. Sus pocas horas de sueño también se veían interrumpidas cuando
las lágrimas interrumpían la quietud de la noche (o no tan noche). Y ni hablar
de sus horas de trabajo: las caras de confusión en el supermercado eran
impresionantes, aunque repetitivas.
Ni los mayores expertos encontraban respuesta a su tragedia.
Lo peor de todo era que esos ataques eran completamente esporádicos, sin
ninguna especie de sentido más que el de que aparecían en los momentos más
inoportunos. Y Monsalve se torturaba continuamente intentado encontrarle un
porqué que parecía inexistente.
El llanto de Monsalve supo mantenerse salvajemente tierno:
suave allá afuera, y agresivo allí adentro. Y al igual que con todos los
problemas, eventualmente Monsalve se acostumbró a él. Y como Monsalve se
acostumbró, el mundo pareció acostumbrarse.
O por lo menos, a no preguntar tanto.
Una epifanía es como el momento ‘Eureka!’ de Arquímedes. Es
una revelación. Monsalve tuvo su revelación cuando volvía de hacer compras en
un mercado al que no iba hacía demasiado tiempo, por un motivo que parecía
haber sido borrado de la memoria: a dos cuadras de allí vivía Carusso. Cuando
Monsalve se dio cuenta de esto, sus ojos, que habían estado callados toda la
tarde, empezaron a llorar a gritos. Y Monsalve, como siempre, sin pañuelos.
Mientras recorría las veredas intentando ocultar la mirada,
pudo pasar frente a un taxi donde “Loco por volverla a ver” sonaba a máximo
volumen, y entonces sus ojos lloraron más fuerte porque Las Pastillas del
Abuelo eran la banda favorita de Fernández, y porque el papá de Hughes era
taxista.
Solo así Monsalve lo supo: sus ojos lloraban por un
apellido.
Ahora, descubrir como detenerlo, eso era lo difícil.
Y entonces, por las calles frías de una ciudad
descorazonada, Monsalve corría, mientras más y más letras saltaban ante sus
párpados hinchados. Valencia, Bonet, Creton, Márquez, Dos Santos; tantos
irresistibles, tantos irrecordables.
Solo así, en la huida de sus propios recuerdos, Monsalve se
chocó con Williams.
Williams, a quien de la nada, se le apagaban las palabras de
la boca.
Williams, a quien a veces se le borraba la sonrisa.
Williams, quien también padecía un mal por un apellido.
Y Williams, quien nunca salía de casa sin pañuelitos.
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