La dueña del firmamento (I)

Reprimió un grito. No pensó que el café iba a estar tan caliente.
La observó, detrás del marco de sus lentes. Admiró la elegancia con la que bebía la infusión castaña, la delicadeza en cada uno de sus movimientos.
-Duele, ¿no es así?
La miró de reojo.
-Si. Quema.
Tomó otro sorbo. Esta vez, la lengua no escoció tanto, y pudo apreciar mejor aquel tinte amargo. Era espeso, y caía con lentitud por su garganta.
Se recostó contra el respaldo mientras la observaba encender el cigarrillo. Ella era hermosa. Su cabello surgía indomable y oscuro, contrastando con aquella piel tan clara como el rostro de la muerte. A su lado, no era nada. Una rubia sosa que siempre era relegada a menos.
Sacó su propio cigarrillo.
-Dime, muchacha, ¿Qué quieres saber?- aquella voz dulce carecía de tiempo, al igual que su portadora.
-Todo.
Soltó una risa.
-Oh, cariño, para cuando tú sepas la mínima parte del todo, yo ya estaré enterrada en mi tumba.-tomó una calada del cigarrillo- Dime, Marissa, ¿acaso le temes al fuego?
Marissa pensó, mientras giraba el cilindro de papel entre sus dedos. El humo se perdía en sus lisos mechones rubios, que caían desordenados.
-No, no le temo.
-Pues deberías.
Marissa no supo que responder.
-El fuego es interesante. La mayor parte de la gente no solo le teme, también lo repudia. –Suspiró- ¿Sabías que podemos temerle a algo y amarlo al mismo tiempo? Eso deberíamos hacer con el fuego. Es algo precioso –uno era azul, el otro verde. Esa mirada penetrante le atravesó el cráneo- Te cuento, Marissa, que para los griegos el fuego significaba el hogar. Las fogatas le pertenecían a Hestia, la diosa del hogar. El fuego era vida. Oportunidad. Y por eso los griegos sabían tratarlo con precaución.
Arrancó una rama de un árbol cercano, la partió en trocitos. En el centro de esa mesa de piedra, armó con destreza una fogata diminuta.
-Observa las llamas, Marissa. Míralas bien. ¿Te das cuenta de que son todas distintas e iguales al mismo tiempo? Y además, ninguna vuelve a nacer en el mismo sitio. –Pasó la mano sobre estas, jugaba con sus dedos- Son hermanas, compañeras. Y son efímeras. Llegaron para arder una vez y perderse en el olvido. Destruyendo algo a su paso, para otorgarte el calor reconfortante que te mantiene respirando. –se quedó en silencio. Sus ojos cambiaban de color, se volvían misteriosos cuando las llamas refulgían dentro suyo-  Pero no puedes acercarte demasiado, o podrás quemarte.
“Las llamas; no, te miento, el fuego es como el amor Marissa. Nace de la destrucción para darte vida. Y es el resultado de la unión de infinitos eventos impredecibles e irrepetibles. Pero no puedes depender del amor, no puedes rogarle que sea lo que te mantiene viva, o te vas a terminar quemando. Y no me mires así Marissa, que no te estoy mintiendo. Ustedes no logran darse cuenta, sus corazones son demasiado inocentes. Pero el amor, al igual que el fuego, te cautiva, hasta que caes dentro de él. Y si caes en su red, te conviertes en ceniza.
La última oración salió de sus labios como una bala, directa al corazón; seca y dolorosa. Presionó el cigarrillo sobre la piedra, y mantuvo la mirada fija en las brasas.
Marissa la observó, leyó sus ojos, tan perdidos en aquel instante.
-Cuéntame de ellos.
La boca formó una sonrisa.
-¿De ellos Marissa? ¿O de él?- le preguntó divertida, sacándole un sonrojo.
La rubia tiró discretamente más mechones a su rostro; ella la hacía querer ser invisible.
-Te contaré, entonces. Él viviría en la Tierra pero, como yo, no era de ninguna parte. No sé si era hermoso. Ese término, entre nosotros, estaba prohibido.
“Sospecho que era el hermano perdido del tiempo, el hijo de la señora muerte. Tenía un par de esos ojos claros que en realidad son oscuros, y la mirada más bonita que he visto en mi vida- Encendió otro cigarro, lo colocó en sus labios, aspiró una bocanada de humo- Te tengo que contar, Marissa, que para mí lo más importante del mundo son siempre los ojos. ¿De que serviría, si no, ser un ángel si la mirada está tan vacía como una noche despejada?”
Marissa asintió. Ella no la observaba en lo absoluto.
“Raramente nos hablábamos. Lo nuestro iba de la mano del silencio, atado a la incertidumbre. Aquella falta de comunicación nos volvió invencibles. No era necesario hablar cuando podía trasmitir el mundo con un solo roce. El trasfondo de cada situación era trasmitido a través de un beso; los secretos más profundos, al tomar su mano.”
-¿Cuál era su nombre?- preguntó bajito, temerosa.
La mujer frunció el ceño, pero no enojada sino confundida.
-Bueno, pues, no lo recuerdo. Creo que nunca necesité saber su nombre para saber que estaba allí y que me pertenecía. Es decir, en su piel llevaba tatuado mi aroma, su corazón envolvía mi nombre. Yo sabía que con pensarlo estaría en mi lado y calentaría la cama. No necesitaba un sustantivo para volverlo sincero.
“Fue el amor de esta vida, de las anteriores. Fue el resultado de un alma en pena que encontraba a otra con un igual calvario. Era como mirarme en un espejo completamente roto.
Gustábamos de leer. De enfadarnos juntos y cruzarnos de brazos. Sus cafés eran riquísimos, me liberaban el alma. También le gustaba correr en la lluvia, mientras yo cantaba debajo de ella. Era el equilibrio perfecto.-Su voz se había vuelto gruesa, triste, oscura. Aquellos ojos bicolores estaban fijos en una hoja de otoño que había aterrizado sobre la mesa. La observó de reojo, temerosa de mirarla fijamente y sacarla de su ensoñación. Casi, se juró, casi pudo ver sus lágrimas- Yo lo quise mucho Marissa. Yo todavía lo quiero.”
La hoja, frágil y vieja, se quebró en pequeñas partes, casi como si la hubiera golpeado la fuerza en esas palabras. Los fragmentos volaron, lejos.
Marissa se mantuvo en silencio. Lo oía. Oía el viento y las nubes que se aproximaban, el papel consumiéndose en el cigarrillo, el canto de un ruiseñor oculto entre las ramas. Y también, escuchaba los latidos. El que le pertenecía, y el de ella, que venía acompañado con un imperceptible eco.
Las palabras parecían inservibles en aquel momento. Se estremeció, casi sintiendo la presencia de algo que debía estar prohibido. La mirada voló sobre su hombro, solo para encontrar aquel sendero interminable lleno de hojas y envoltorios sucios.
El sonido de una carcajada (celestial, infame, idílica) logró que volviera la cabeza, para mirar a esa mujer que, de repente, ya no se veía tan joven ni tan misteriosa, sino más antigua y amenazante. Tomó valor, le dio una calada al cigarrillo.
El humo nunca la había envenenado tanto.
-¿Y qué sucedió?
La mujer se quedó en silencio. Jugaba, casi como una niña, con las cenizas sobre la mesa. No la miró.
-Bueno, nada. Me di cuenta de que lo nuestro iba a ser imposible. Él amaba la luna. Yo, las estrellas.
-Pero a los dos les gustaba el cielo…- Las palabras salieron expulsadas de su boca, inconscientemente. La mirada que ella le lanzó, casi le hizo arrepentirse de haberlas dicho.
-Sí, así es.
La miró, solo entonces, a los ojos. Aquella mirada desgraciada y, sorprendentemente, tan vacía como los cielos que ellos habían petrificado. La entendió, de esa forma, como lo que realmente era: un alma en decadencia atada al castigo de la inmortalidad con cadenas de servidumbre.
La sonrisa que le dio, se desvaneció sutilmente con el viento.
Prendió un cigarrillo.

Y cerró los ojos.

Comentarios

Entradas populares